jueves, 10 de abril de 2008

LA CORNISA

LA FAMILIA: RETRATO EN SEPIA

A pesar de que se han empeñado y se las están arreglando para estar hasta en la sopa, el caso es que a mí las últimas actuaciones de los Marichalar me producen, más que otra cosa, una cierta ternura. Algo así como cuando contemplo las viejas fotografías de color sepia. Comprendo que a algunos -especialmente a dirigentes de entidades financieras y administrativas que no hace tanto les subvencionaron cuantiosamente sus congresos y “saraos”- les cabreen. Comprendo también que otros los jaleen, les den “bola” y los utilicen en su propio beneficio y que no falten, incluso, quienes se los tomen tremendamente en serio, o al menos lo aparenten. Pero a mí, ya digo, más que otra cosa, me producen ternura y hasta ¿por qué no decirlo? cierta gracia. Y más ahora, cuando uno de ellos, el más dinámico, ha saltado a la política.
Habrá que convenir que no resulta fácil encontrar a alguien cuya participación en la vida política se vea tan directamente motivada por la defensa del patrimonio familiar. La mayoría de quienes tienen actividad política militante declaran, cuando se les requiere sobre ello, que lo hacen por su interés por lo público. Alguno ha añadido, con lógica y verdad, que el paso del tiempo ha añadido a ese interés, necesidad, pues tras una década con sueldo y prebendas de cargo político, ¿dónde iba a ir que mejor estuviese e incluso que, simplemente, pudiese estar? Variantes, desde luego, ha habido muchas. Álvaro de Marichalar ha venido a añadir una nueva: la defensa del patrimonio familiar y, por tanto, en la parte que le corresponda, del suyo propio. En realidad más que añadir algo nuevo ha recuperado lo que era tradición muy antigua y que, pensábamos, había desaparecido, como tantas otras cosas, con el paso del tiempo, la sociedad de masas y la democracia .
No todos los días le está dado a un historiador asistir a la resurrección del pasado. Los químicos y los físicos cuentan con laboratorios para experimentar; los historiadores, por el contrario, carecemos de probetas en las que poder realizar probatinas una y otra vez, porque el tiempo es cualquier cosa menos repetible. Pero, hete aquí que el pasado, con sus retratos al óleo y sus fotos en sepia, se nos ha vuelto a presentar a velocidad de motora y revestido de postmodernidad.
Hubo antaño -escribamos con términos decimonónicos, pues del siglo XIX hablamos- familias que acostumbraban a dedicar a uno de sus vástagos a la política. Se trataba de una estrategia tan meditada como inteligente. ¿La finalidad? Había que cuidar e incrementar el patrimonio familiar. ¡Oh, la familia, la familia!
La revolución liberal, que en España, a diferencia de Francia, dejó casi incólumes los bienes de la nobleza, trajo como consecuencia política el fin del absolutismo y el inicio de los regímenes parlamentarios. El Parlamento se convirtió pronto en una fuente de poder y de influencia y, por tanto, en un lugar deseado por miembros de las clases acomodadas y, entre ellos, desde luego, por los nobles. Si antes fue frecuente que éstos encaminaran a alguno de sus hijos a la Iglesia, con billete directo y rápido a la dignidad de obispo, en el XIX, además de a la Iglesia, y en ocasiones en vez de, había que dedicarlo a la política. Su misión no sería sólo la de velar por él mismo, sino también por el conjunto de los negocios familiares. ¿Quién podría conocer con más prontitud y precisión que un parlamentario cuáles podían ser, por ejemplo, los terrenos desamortizados? ¿Quién podría tener mayor influencia que un diputado o un senador a la hora de decidir que el trazado concreto de una carretera o de una vía férrea pasara cercano no a las fincas de aquel sino a las suyas? ¿Quién...? Desde el poder los potentados convirtieron en norma que la ley rigiera para el enemigo y para el amigo el favor. Y en la cadena de favores personales en que fue convertida la política de la época isabelina y de la Restauración, ¿qué mejor para las familias con cuantioso patrimonio que tener a uno de sus miembros dedicado a ella?
Desconozco si Luis de Marichalar, Vizconde de Eza, el abuelo de Álvaro al que éste ha aludido y sigue aludiendo con reiteración, fue uno de esos a los que su familia inclinó, como estrategia, a la política. Lo que sí sé es que, tras enviar a Ramón Benito Aceña al Senado, al “cuartel de inválidos” en palabras del propio Aceña, se convirtió en el hombre clave del partido conservador en Soria, cuyo distrito de la capital representó interrumpidamente en el Congreso desde 1899 hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera.
No sé si es lógico, pero resulta entrañable, que Alvaro de Marichalar airee ahora la foto sepia de su abuelo. No otra cosa hicieron, por cierto, los medios de comunicación nacionales cuando dieron cuenta del futuro enlace de otro de los nietos del Vizconde, Jaime, con la mayor de las Infantas. Había que poner pedigrí al novio de la realeza. Y el antepasado más ilustre era aquel abuelo que además de diputado “muy querido” había sido ministro con el bisabuelo de la Infanta, Alfonso XIII. No eran aquellos tiempos del noviazgo propicios a críticas a la familia real ni a sus círculos más cercanos. Aun así, se me permitió, en este mismo medio y en una sección que también se llamaba La Cornisa, poner contrapuntos a tanta alharaca. Los contrapuntos eran éstos: al proclamarse la República en Soria la única “violencia” consistió en arrojar por el balcón del Ayuntamiento el retrato del Vizconde y entre los ministerios desempeñados por éste estuvo el de la Guerra. ¿Timbre de gloria? Desde luego que no, pues desempeñando tal ministerio se produjo la mayor derrota y el mayor número de muertos en combate hasta la guerra civil: el desastre de Annual con trece mil muertos españoles ante las kábilas marroquíes de Abd-el-Krim. Los contrapuntos, aclaro, sólo tenían una finalidad: que no se mutilara sesgadamente la historia por intereses del presente. Las cosas, y más en política, siempre tienen claroscuros.
Pero el pasado, pasado es. Importa más el futuro. Y a la familia de los Marichalar sobre todo el de sus hectáreas de Las Coloradas. Todavía no había acabado el año 2007 cuando, en esta misma sección, escribía: “Dado que ni las administraciones –Ayuntamiento y Junta- ni los Marichalar son unos cualquiera, no es descabellado suponer que vamos a asistir a una muy larga serie de negociaciones -concesión por aquí, contraprestación por allá- en las que algunos abogados tendrán mucho que decir y no poco que ganar. Al tiempo”. No hacía falta ser un lince para adivinar algo de lo que se avecinaba. Lo que no pensé entonces es que uno de los Marichalar iba a irrumpir en la política. Habilidad se llama eso; porque, aunque bien mirado, mil cien votos son pocos votos, si alguna influencia y micrófono les faltaba ya los han recabado. ¿Será también altavoz de sus intereses la diputada de “su” partido, UPyD, Rosa Díez?
Entretanto, y puestos a tirar por la calle de en medio, Álvaro de Marichalar ha puesto a funcionar el ventilador de las sospechas, para goce añadido de propietarios del polígono de Valcorba, sobre varias de las actuaciones de la Junta, del Ayuntamiento de la capital y del sursum corda. De la CMA a Camaretas; de Gesturcal a Valcorba; de la no necesidad de más suelo industrial a la sospecha de “culturetas” sorianos lacayos de la Junta; de la marginación secular -¿también en la larga etapa de su abuelo?-, a la cenicienta Soria que se hunde. Todo tiene, convengámoslo, ese tierno color añoso y sepia que en estas tierras tantas simpatías arrastra y tantos adeptos aglutina.
Uno confía, sin embargo, al margen de ternuras, que en las instituciones ya no rija aquello de la ley para el enemigo, mientras que para el amigo, o para quien tiene medios sobrados para influir y presionar, sólo cabe el favor. Uno confía, pero... ¿aguantarán este pulso las instituciones?
cromero@unizar.es PD.- Durante unos meses interrumpiré esta sección de La Cornisa, por no disponer de tiempo para escribirla.

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